Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Juan Pardo Vidal



El tatuaje



      Pocas cosas son más hermosas que las virutas de madera que quedan tras afilar un lápiz con un sacapuntas, ni siquiera esa lluvia que cae sobre los castaños y aconseja que nos quedemos esta tarde en casa, cerca de la chimenea. Tú lees un libro de Li Qingzhao, tus hijas dibujan sobre la mesa y yo observo. Ése es mi trabajo, en realidad no soy escritor, sino observador. Tal vez hace años lo fui, entonces inventaba mundos a mi medida, tenía mucho miedo a dejar de escribir, a no tener nada más que decir, pero ya no me ocurre eso, al contrario, ahora es algo que no me preocupa en absoluto, y sin ese miedo todo es distinto, el miedo es lo contrario al amor, no sé si tú tendrás algo que ver en todo esto, creo que sí. Me he dado cuenta de que este mundo ya es suficientemente raro como para que sea necesario que yo me invente otro, tengo material de sobra a mi alrededor. Por ejemplo, me he fijado en las virutas de madera que las niñas han dejado sobre el hule después de sacarle punta a los lápices de color, hacen ondas como el traje de volantes de una folclórica, y me asalta un pregunta ¿me parece que es algo hermoso porque me recuerda a mi propia infancia y ése es el único paraíso que todos hemos perdido o, por el contrario, me atraen simplemente porque simbolizan lo que se regenera, la lucha y la victoria contra lo que se va gastando, la punta afilada de nuevo y dispuesta a colorear? No lo sé, de verdad.
      Hace muchos años le clavé a mi compañero de pupitre mi lápiz recién afilado, tendríamos unos ocho o nueve años. Te voy a poner una vacuna le dije y se lo hinqué en el hombro. No quería hacerle tanto daño, pero se movió y la punta se clavó profunda. Se partió dentro de su piel y ahí se quedó. Me castigaron aquel día, yo no salí al recreo y la punta de mi lapicero no salió de su cuerpo, la herida cicatrizó cubriéndola de piel nueva y su organismo, que no supo o no pudo expulsarla, la encapsuló aislándola en una zona tan cercana a la superficie de su piel que era fácil detectarla palpando con suavidad. Mi amigo fue durante años una pequeña atracción en el colegio, todo el mundo conocía la historia de la punta de mi lápiz que vivía dentro él, había que ser muy valiente para tocarla y no poner cara de asco. Llegué a estar muy orgulloso de aquella fechoría, él nunca me guardó rencor, era mi amigo, los amigos de verdad hacen cosas así, se hacen zancadillas o se clavan un lápiz en el hombro. Durante años, cada vez que el destino nos volvía a unir para entonces ya vivíamos en ciudades distintas, después de un saludo lo primero que hacíamos era hablar de aquel cuerpo extraño que seguía dentro de él.
      ―Sigue aquí, Juan, toca, ¿puedes notarla? Ahora es más pequeña, creo que va desapareciendo. Me vacunaste con un lápiz, por eso tú escribes libros y yo no. Me dejaste inmunizado
      Hace mucho tiempo que no he sabido nada de él, no sé si la punta habrá desparecido por completo, tal vez haya sido absorbida por su cuerpo y de ella solo quede una pequeña mancha oscura de grafito sobre la piel de su brazo, como un tatuaje indeleble.









Juan Pardo Vidal. "La tumba del nadador". 2016, Cuadernos metáfora.




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