Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 4 de mayo de 2017

Antonio Tabucchi




VOCES

Para mi amiga M. I., que una vez
                                                          me confió un secreto


      La primera llamada había sido de una chica que telefoneaba por tercera vez en tres días y repetía al infinito que ya no podía más. En muchos casos hay que ir con cuidado, porque se corre el peligro de la psicodependencia. Hay que ser afectuosos con circunspección, quien telefonea debe sentir que al otro extremo del hilo tiene a un amigo, no a un deus ex machina del que depende su vida. Además la regla principal es que no se encariñe con una voz determinada, de lo contrario crea situaciones difíciles. Con los depresivos sucede con extrema facilidad, necesitan un confidente personalizado, no se conforman con una voz anónima, quieren que sea aquella voz y se apegan a ella desesperadamente. Pero con los depresivos de una cierta clase, de ésos que tienen una idea fija tras la que se atrincheran como si fuera un muro, la cosa aún se complica más. Hacen llamadas que te dejan helado, es raro establecer un contacto. Esta vez sin embargo fue bien, porque tuve la suerte de descubrir algo que le interesaba. Otra regla, que por lo general se demuestra efectiva en un buen número de casos, es dirigir la conversación hacia un tema que interese a quien llama, porque todos, hasta los más desesperados, tienen algo que en el fondo les interesa, hasta los que están más alejados de la realidad. A menudo es una cuestión de buena voluntad por nuestra parte, a lo mejor hay que echar mano de pequeños trucos, de expedientes; yo a veces he logrado desbloquear situaciones que parecían imposibles con el jueguecito del vaso, y he conseguido establecer un cierto tipo de comunicación. Supongamos que suena el teléfono, descuelgas el auricular, dices la consabida formulita o algo por el estilo, y al otro extremo del hilo nada, el silencio más absoluto, ni siquiera un jadeo. Entonces insistes, procuras ir con tacto, dices que sabes que te está escuchando, que diga algo, lo que quiera, lo primero que se le ocurra: una incoherencia, una imprecación, un grito, una sílaba. Nada, silencio total. Y sin embargo, puesto que ha llamado existe una razón, sólo que tú no puedes saberlo, no sabes nada, puede ser extranjero, puede ser mudo, puede serlo todo. Y entonces yo cojo un vaso y un lápiz y digo: escuche, somos millones y millones los que vivimos sobre la tierra, y sin embargo, nosotros dos nos hemos encontrado, sólo por teléfono, es verdad, sin conocernos y sin vernos, pero nos hemos encontrado, no desperdiciemos este encuentro, algo debe querer decir, escúcheme, juguemos a un juego, yo tengo un vaso delante de mí, voy a hacerlo sonar con un lápiz, tlin, ¿me oye?, si me oye haga usted lo mismo, dos golpes, o si no tiene nada a mano dé unos toquecitos en el auricular con la uña, así, toc-toc, ¿me oye?, si me oye responda, por favor, escuche, ahora yo empezaré a enumerarle cosas, lo primero que se me ocurra, y usted me dice si le gustan, por ejemplo ¿le gusta el mar? para decir que sí dé dos golpes, un golpe solo quiere decir no.
      Pero ve a saber qué es lo que le interesa a una chica que marca el número, permanece callada durante casi dos minutos y luego empieza a repetir: no puedo más, no puedo más, no puedo más, no puedo más. Así, hasta el infinito. Fue pura casualidad, porque yo primero había puesto un disco, al fin y al cabo, pensaba, el quince de agosto no habrá muchas llamadas; y de hecho hacía más de dos horas que había empezado mi turno y no había llamado nadie. Hacía un calor terrible, el pequeño ventilador que me había traído no refrescaba mínimamente el aire, la ciudad parecía muerta, todos estaban fuera, de vacaciones, me arrellané en la butaca y me puse a leer pero el libro se me cayó sobre el pecho, no me gusta dormirme cuando estoy de guardia, tengo reflejos lentos y si alguien llama me quedo cortada los primeros segundos y a veces son precisamente esos primeros segundos los que cuentan, porque a lo mejor el otro cuelga y luego quién sabe si se atreverá a volver a marcar el número. Por eso puse bajito la marcha turca de Mozart, es alegre, tiene algo estimulante, mantiene alta la moral. Ella telefoneó mientras sonaba el disco, no dijo nada durante mucho rato y luego empezó a repetir que no podía más, yo la dejé hablar porque en estos casos es una buena norma que el que llama se desahogue, debe decir todo lo que quiera y cuantas veces quiera; cuando lo único que oía por el auricular era su respiración afanosa dije: espera un instante, por favor, voy a quitar el disco, y ella contestó: puedes dejarlo. Claro, dije yo, lo dejo encantada, ¿te gusta Brahms? No sé cómo había intuido que la posibilidad de una comunicación podía proporcionarla la música, el truco me salió espontáneo, a veces una pequeña mentira es providencial; en cuanto a Brahms probablemente jugó en mi inconsciente la sugestión del título de Françoise Sagan, un título que uno lleva siempre adormecido en la memoria. Esto no es Brahms, dijo ella, es Mozart. ¿Cómo Mozart?, dije yo. Claro, Mozart, dijo ella con vivacidad, es la marcha turca de Mozart. Y gracias a esto empezó a hablar del conservatorio, donde estudiaba antes de que le pasase aquello, y todo fue muy bien.
      El tiempo, después, transcurrió lento. Oí tocar las siete desde el campanario de la iglesia de San Domenico, me asomé a la ventana, sobre la ciudad se extendía un ligero velo de calina, de vez en cuando pasaba un automóvil por la calle. Me di un toque de rimmel en las pestañas, a veces me encuentro atractiva, luego me tumbé en el pequeño sofá junto al tocadiscos y me puse a pensar en las cosas, en la gente, en la vida. El teléfono volvió a sonar a las siete y media. Yo pronuncié la consabida fórmula, tal vez con un cierto cansancio, al otro extremo del hilo hubo un ligero titubeo, luego la voz dijo: me llamo Fernando pero no soy un gerundio. Es siempre una buena norma apreciar las frases ingeniosas de quien llama, revelan el deseo de establecer un contacto, y yo me reí. Le contesté que yo tenía un abuelo que se llama Conrado, pero no era un participio; y también él se rió un poco. Y luego él dijo que de todas formas tenía algo en común con los verbos, que tenía una cualidad parecida. Que era intransitivo. Todos los verbos sirven para la construcción de la frase, dije yo. Me parecía que la conversación permitía un tono alusivo, y además siempre hay que secundar el tono elegido por quien telefonea. Pero yo soy deponente, dijo. Deponente en qué sentido, pregunté yo. En el sentido de que depongo, dijo él, depongo las armas. Tal vez el error estaba en pensar que las armas no tenían que ser depuestas, ¿no le parecía?, tal vez nos habían enseñado una gramática equivocada, era mejor dejar que las armas las utilizasen los beligerantes, había tanta gente desarmada, podía estar seguro de tener una compañía numerosa. Él dijo: puede ser, y yo dije que nuestra conversación parecía la tabla de las conjugaciones, y esta vez le tocó a él reírse, una risita breve y áspera. Y luego me preguntó si conocía el ruido del tiempo. No, dije yo, no lo conozco. Bueno, dijo él, basta sentarse sobre la cama, durante la noche, cuando uno no logra dormirse, y permanecer con los ojos abiertos en la oscuridad, y al cabo de un rato se oye, es como un mugido en lontananza, como el aliento de un animal que devora a la gente. Por qué no me contaba más cosas sobre esas noches, tenía todo el tiempo, y yo no tenía otra cosa que hacer que escucharle. Pero mientras tanto él ya estaba en otra parte, había saltado un nexo indispensable para que yo siguiese el hilo de la historia; él no necesitaba aquel paso, o tal vez prefería evitarlo. Pero yo le dejé hablar, no hay que interrumpir nunca por ninguna razón, y además su voz no me gustaba, era ligeramente chillona y a veces un susurro. La casa es muy grande, dijo, es una casa vieja, hay muebles de mis antepasados, horribles muebles estilo imperio con patas de animales; y también alfombras raídas y cuadros de hombres huraños y de mujeres altivas y desdichadas, con el labio inferior imperceptiblemente colgante. ¿Sabe por qué su boca tiene esa curiosa forma?, porque la amargura de toda una vida se dibuja en el labio inferior y lo baja, aquellas mujeres pasaron noches insomnes junto a maridos estúpidos e incapaces de ternura, y también ellas, aquellas mujeres, permanecían con los ojos abiertos en la oscuridad, cultivando resentimiento. En el vestidor que comunica con mi habitación todavía están sus cosas, las que dejó: algunas prendas de ropa interior atrofiadas en un estante, una pequeña cadena de oro que llevaba en la muñeca, un pasador de carey. La carta está sobre la cómoda, bajo la urna de cristal que tiempo atrás custodiaba un mastodóntico despertador de Basilea, aquel despertador lo rompí yo cuando era pequeño, un día que estaba enfermo, nadie subía a verme, me acuerdo como si fuese ayer, me levanté y saqué el despertador de su estuche, tenía un tictac espantoso, le quité la tapa del fondo y lo desmonté metódicamente hasta dejar la sábana cubierta con todos sus minúsculos engranajes. Si quiere se la puedo leer, me refiero a la carta, mejor dicho, se la repito de memoria, la leo todas las noches: Fernando, si tú supieses cómo te he odiado durante todos estos años… Así empieza, el resto puede deducirlo sola, la urna de cristal custodia un odio macizo y comprimido.
      Y luego volvió a saltar un paso, pero esta vez me pareció comprender el nexo, dijo: ¿y ahora cómo será Giacomino? ¿En qué se habrá convertido? Es un hombre, en algún lugar del mundo. Y entonces yo le pregunté si aquella carta llevaba la fecha del quince de agosto, porque lo había intuido, y él dijo que sí, que era el aniversario, y que lo iba a celebrar como la ocasión merecía, tenía ya preparado el instrumento de la celebración, estaba allí sobre la mesa, al lado del teléfono.
      Se quedó callado, yo esperé a que volviese a hablar, pero él seguía callado. Entonces dije: espere otro aniversario, Fernando, intente esperar un año más. Me di cuenta en seguida de lo ridículo de la frase, pero en aquel momento no se me ocurrió nada mejor, hablaba por hablar y en el fondo lo que contaba era la idea. Me ha tocado oír tantas llamadas, de todas clases, con las situaciones más absurdas, y sin embargo me pareció como si en aquel momento mi habitual aplomo vacilase, y me sentí también yo perdida, como si necesitase a otra persona que me escuchase y me dijese cosas amables. Fue sólo un instante, él no replicó, yo me recobré en seguida, ahora sabía qué podía decirle, podía hablarle de las microperspectivas. Porque en la vida hay muchas clases de perspectivas, las llamadas grandes perspectivas, que todos consideran fundamentales, y las que yo llamo microperspectivas, que serán insignificantes, lo admito, pero si todo es relativo, si la naturaleza concede que existan águilas y hormigas, por qué no se puede vivir como las hormigas, pregunto, de microperspectivas. Sí, microperspectivas, insistí, y él encontró divertida mi definición, pero en qué consistirían estas microperspectivas, preguntó, y yo me puse a explicárselo minuciosamente. La microperspectiva es un modus vivendi, ¿de acuerdo?, digámoslo así, es una forma de concentrar la atención, toda la atención, en un pequeño detalle de la vida, de la rutina cotidiana, como si aquel detalle fuese la cosa más importante de este mundo; pero con ironía, sabiendo que no es de ningún modo la cosa más importante de este mundo, y que todo es relativo. Puede servir de ayuda el hacer listas, tomar notas, marcarse horarios férreos y no transigir. La microperspectiva es una forma concreta de apegarse a cosas concretas.
      No me pareció muy convencido, pero mi objetivo no era hacer una obra de convicción. Me daba perfectamente cuenta de que no estaba revelando el secreto de la piedra filosofal; sin embargo el mero hecho de que sintiese que alguien podía interesarse por sus problemas debía servir de algo. Era todo lo que podía hacer. Me preguntó si me podía llamar a casa. Lo sentía, no tenía teléfono. ¿Y aquí? Por supuesto, aquí cuando quisiese, no mañana no, justamente, pero claro que podía dejarme un recado, es más debía hacerlo, estaría un compañero en mi lugar que luego me lo transmitiría, me daría un alegrón saber cuál había sido la microperspectiva de su jornada.
      Se despidió educadamente, con un tono de voz que parecía pedir disculpas. Se había hecho de noche y no me había dado cuenta, a veces algunas conversaciones exigen una terrible concentración. Por la ventana vi a Gulliver que cruzaba la calle, venía a relevarme, a Gulliver se le distinguiría desde lo alto de un rascacielos, por algo le llaman Gulliver, recogí mis cosas y me preparé para salir. Sólo entonces me di cuenta de que eran las nueve menos diez, caramba, le había prometido a Paco que a las nueve en punto estaría en casa y por mucha prisa que me diese ahora no llegaría antes de las nueve y media. Sobre todo con los transportes públicos, que ya son un desastre los días laborables, imagínate el quince de agosto. Tal vez lo mejor fuese ir a pie. Pasé junto a Gulliver como una flecha, sin ni siquiera darle tiempo a saludarme, me gritó algo en son de broma a mis espaldas, le contesté desde las escaleras que tenía una cita, y que la próxima vez fuese puntual, por favor, le dejaba el ventilador aunque no se lo merecía. Ni que fuera hecho a propósito nada más salir del portal vi al 32 que doblaba la esquina, aunque no me lleva hasta casa me ahorra un buen trozo de camino, o sea que lo cogí al vuelo, estaba completamente vacío, impresiona el 32 vacío de aquella forma, si se piensa cómo va habitualmente. El conductor iba tan despacio que me daban ganas de decirle algo, pero no lo hice, tenía un aire tan resignado, la mirada apagada. Bueno, pensé, si Paco se enfada peor para él, no puedo volar, me bajé en la parada frente a los grandes almacenes, caminaba a buen paso pero eran ya las nueve y veinticinco, era inútil ponerse a correr para llegar tarde de todas formas, toda sudada y jadeante como una desesperada. Metí la llave procurando no hacer ruido. La casa estaba oscura y silenciosa, me impresionó, quién sabe por qué pensé en algo desagradable y me dejé dominar por la ansiedad. Dije: Paco, Paco, soy yo, he vuelto. Por un momento me sentí desfallecer. Dejé los libros y el bolso sobre la silla del recibidor y fui hasta la puerta de la sala. Paco, Paco, volví a decir. El silencio a veces es una cosa atroz. Sé lo que hubiera querido decirle, si hubiese estado allí: por favor Paco, le habría dicho, no ha sido culpa mía, he recibido una llamada kilométrica y hoy los transportes están reducidos a la mitad, es el quince de agosto. Fui a cerrar la terracita de atrás, porque en el jardín hay mosquitos y apenas ven la luz entran a montones. Recordé que en la nevera había todavía una lata de caviar y otra de paté, me pareció el momento de abrirlas, y también de destapar una botella de vino de Mosela. Puse la mesa con los mantelitos individuales de lino amarillo y coloqué en el centro una vela roja. Mi cocina tiene muebles de madera clara, con la luz de la vela adquiere una atmósfera confortable. Mientras lo preparaba volví a llamar débilmente: Paco. Con una cuchara golpeé ligeramente el vaso, tlin, luego más fuerte, ¡tlin!, el sonido aleteó por toda la casa. Luego de repente tuve una inspiración. Frente a mi plato puse otro mantelito, un plato, los cubiertos y un vaso. Llené los dos vasos y fui al cuarto de baño a arreglarme un poco. ¿Y si hubiese vuelto de verdad? A veces la realidad supera la imaginación. Habría llamado con dos timbrazos breves, como hacía él, y yo habría entreabierto la puerta con un aire de complicidad: he puesto la mesa para dos, le diría, te estaba esperando, no sé por qué pero te estaba esperando. Quién sabe qué cara habría puesto.












Antonio Tabucchi. “El juego del revés”. 1986, Anagrama.




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