Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 14 de febrero de 2017

Jean-Paul Sartre



Fragmentos:



      <<En 1787, en una posada cerca de Moulins, moría un viejo amigo de Diderot, formado por los filósofos. Los sacerdotes de los alrededores estaban extenuados: lo habían intentado todo en vano; el buen hombre no quería los últimos sacramentos; era panteísta. El señor de Rollebon, que pasaba por allí y no creía en nada, apostó al cura de Moulins que le bastarían dos horas para convertir al enfermo. El cura aceptó la apuesta y perdió: la tarea empezó a las tres de la mañana, el enfermo se confesó a las cinco y murió a las siete. ¿Es usted tan hábil en el arte de la disputa? ―peguntó el cura―. ¡Aventaja a los nuestros! ―No he disputado ―respondió Rollebon―. Le he hecho temer el infierno.>>

***



      Un poco más y caigo en la trampa del espejo. La evito, para caer en la trampa del cristal; ocioso, con los brazos colgando, me acerco a la ventana. El Depósito, la Valla, la Vieja Estación ―la Vieja Estación, la Valla, el Depósito―. Bostezo tan fuerte que me asoma una lágrima a los ojos. Tengo la pipa en la mano derecha y el paquete de tabaco en la izquierda. Habría que llenar la pipa. Pero me faltan fuerzas. Mis brazos penden; apoyo la frente en el cristal. Aquella vieja me irrita. Corretea obstinadamente, con la vista perdida. A veces se detiene, temerosa, como si la hubiera rozado un peligro invisible. Ahí está bajo mi ventana; el viento le pega la falda a las rodillas. Se detiene, se arregla la pañoleta. Le tiemblan las manos. Reanuda la marcha, ahora la veo de espaldas. ¡Vieja cochinilla! Supongo que doblará a la derecha, en el bulevar Noir. Le faltan unos cien metros por recorrer; al paso que va, tardará lo menos diez minutos, diez minutos durante los cuales me quedaré así, mirándola, con la frente pegada al vidrio. Se detendrá veinte veces, seguirá, se detendrá...

***




      He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierte en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede, y trata de vivir su vida como si la contara.
      Pero hay que escoger: o vivir o contar.

***



¿Profesionales de la experiencia? Han arrastrado su vida en el embotamiento y la somnolencia, se han casado precipitadamente, por impaciencia, y han tenido hijos al azar. Han visto a los demás hombres en los cafés, en las bodas, en los entierros. De vez en cuando, presos en un remolino, se han debatido sin comprender qué les sucedía. Todo lo que pasaba a su alrededor empezó y concluyó fuera de su vista; largas formas oscuras, acontecimientos que venían de lejos los rozaron rápidamente, y cuando quisieron mirar, todo había terminado ya. Y a los cuarenta años bautizan sus pequeñas obstinaciones y algunos proverbios con el nombre de experiencia; comienzan a actuar como distribuidores automáticos: dos céntimos en la ranura de la izquierda y salen anécdotas envueltas en papel plateado; dos céntimos en la ranura de la derecha y se obtienen preciosos consejos que se pegan a los dientes como caramelos blandos. También yo, en este sentido, podría conseguir que la gente me invitara, y diría que soy un gran viajero ante el Eterno. Sí: los musulmanes orina agachados; las comadronas hindúes utilizan vidrio machacado en bosta de vaca a guisa de ergotina; en Borneo, cuando una mujer tiene sus reglas, se pasa tres días y tres noches sobre el tejado de su casa. He visto en Venecia entierro en góndolas, en Sevilla las fiestas de la Semana Santa; he visto la Pasión en Oberammergau. Naturalmente, todo eso es una flaca muestra de mi saber; podría recostarme en una silla y comenzar divertido:
      ―¿Conoce usted Jihlava, estimada señora? Es una curiosa y pequeña ciudad Moravia, donde residí en 1924...
      Y el presidente del tribunal, que ha visto tantos casos, tomaría la palabra al final de mi historia:
      ―¡Cuán cierto, señor, y qué humano es eso. He visto un caso semejante al principio de mi carrera, fue en 1992. Yo era juez suplente en Limoges...
Sólo que en mi juventud me hartaron con estas cosas.

***







Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé las perdí, y ya no puedo imaginarme otras. Todavía soy bastante joven, todavía tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que empezar? Sólo ahora comprendo cuánto había contado con Anny para salvarme, en los peores momentos de mis terrores, de mis náuseas. Mi pasado ha muerto. El señor Rollebon ha muerto. Anny volvió para quitarme toda esperanza. Estoy solo en esta calle blanca bordeada de jardines. Solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte.
      Hoy mi vida llega a su fin. Mañana habré dejado esta ciudad que se extiende a mis pies, donde viví tanto tiempo. Ya no seré más que un hombre rechoncho, burgués, muy francés, un nombre en mi memoria, menos rico que los de Florencia o Bagdad. Vendrá un tiempo en que me pregunte: <<Pero cuando estaba en Bouville, ¿qué podía hacer durante todo el día?>> Y de este sol, de esta tarde, no quedará nada, ni siquiera un recuerdo.
      Toda mi vida está detrás de mí. La veo entera, veo su forma, veo los lentos movimientos que me han traído hasta aquí. Hay pocas cosas que decir de ella: una partida perdida, eso es todo. Hace tres años que entré en Bouville, solemnemente. Había perdido la primera vuelta. Quise jugar la segunda y también perdí; perdí la partida. Al mismo tiempo, supe que siempre se pierde. Sólo los cerdos creen ganar. Ahora voy a hacer como Anny, me sobreviviré. Comer, dormir. Dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como esos árboles, como un charco de agua, como el asiento rojo del tranvía.
      La Náusea me concede una corta tregua. Pero sé que volverá; es mi estado normal. Sólo que hoy mi cuerpo está demasiado agotado para soportarla. También los enfermos tienen afortunadas debilidades que les quitan, por algunas horas, la conciencia de su mal. Me aburro, eso es todo. De vez en cuando bostezo tan fuerte que las lágrimas me ruedan por las mejillas. Es un aburrimiento profundo, profundo, el corazón profundo de la existencia, la materia misma de que estoy hecho.






Jean-Paul Sartre. “La Náusea”. 1984, Alianza Losada. 




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