Frente al silencio.

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domingo, 20 de noviembre de 2016

Carlos Marzal (II)




LA FRUTA CORROMPIDA


                                                                                         A Vicente Gallego


Durante un meditado desayuno
en una portentosa mañana de verano
la gloria de un verano escolar y salvaje,
pelé la fruta lento, fervoroso.
Sabía ya que el verano y la fruta
son tesoros a flote de un paraíso hundido.
Y cuando satisfecho la mordí,
apareció su hueso descompuesto,
su carne corrompida y un gusano.

Para la mayor parte de este mundo,
una anécdota así no es más que un accidente
del mundo natural, y para otros
una amarga metáfora
en donde se resume la existencia.
Quién sabe...
                           Ahora recuerdo
aquella noche en que me desperté
confundido de un sueño en donde había agua,
y encaminé mi sed a la cocina.
Como un resucitado di la luz,
llevé mi aturdimiento al fregadero,
aproximé mis labios hasta el agua
y, justo en el instante en el que fui a beber,
alcé la vista
y vi a la cucaracha sobre el grifo,
observándome, ciega, entre los ojos.

Quién sabe, otro accidente...

                                                  Aquella cucaracha
todavía me observa, complacida,
detrás de la mirada de algún tipo,
desde detrás de los absurdos límites
de la podrida carne de los días.











LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO

                                                                              
                                                                              A Luis Antonio de Villena



Unos cientos de libros, una casa en la playa,
muebles que el corazón fue envejeciendo
y que hicieron el mundo hospitalario,
fetiches de algún viaje, talismanes
que no pudieron nada contra el mundo,
un puñado de cartas de unos cuantos amigos,
alguna carta oculta, inconfesable,
papeles ordenados, papeles sin sentido,
medicamentos, cuadros, ropa usada
y ropa por usar, varias cuentas bancarias,
una viuda aturdida, un automóvil,
una amante aturdida, un peine con cabellos,
una caligrafía que ha perdido el pulso de su mano,
un olor familiar camino de la nada.

Este es el inventario de los bienes de un muerto,
y como todo censo y toda lista
supone un ejercicio de modestia.
Nuestras cosas, que a veces parecían preservarnos,
habitarnos el mundo que habitábamos,
en un golpe de vista se convierten
en un prolijo catálogo de absurdos,
rutas desdibujadas de un mapa inexistente,
pájaros disecados cuyos ojos
no saben recordar un cielo que ya ha ardido.





Carlos Marzal. “Los países nocturnos”. 1996, Tusquets Editores.





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