Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 20 de septiembre de 2016

Quim Monzó




LA DETERMINACIÓN



      Por la tarde, la mujer fatal y el hombre irresistible se encuentran en un café de paredes ocre; saben que esta vez será la última. Desde hace semanas, a uno y otra se les viene haciendo evidente la fragilidad del hilo que los ha unido desde hace más de tres años y que los hacía llamarse a todas horas, vivir el uno para el otro; una agitación tal que ni las tardes de domingo eran aburridas. Ahora el hilo está a punto de romperse. Ha llegado el momento de poner en duda el amor que se tienen y, en consecuencia, acabar.
      Antes se veían casi todos los días, y cuando no se veían se llamaban por teléfono aunque fuera en mitad de un congreso en Nueva Escocia. En las últimas semanas apenas se han visto tres veces, y los encuentros no han sido alegres. Sin habérselo dicho, los dos saben que el encuentro de hoy es para despedirse irremisiblemente. Han llegado a tal grado de compenetración que a ninguno de los dos le hace falta explicitar que se aburre; los dos se percatan simultáneamente. Se cogen de la mano y recuerdan (cada cual para sí, en silencio) la perfección fornicatoria a que han llegado últimamente: ellos mismos se maravillan. No es extraño que al lado de semejantes acrobacias el resto de sus vidas les parezca insípido. Toman el café, se dicen adiós y se va cada uno por su lado. Ella se ha citado a cenar con un hombre; él se ha citado a cenar con una mujer.
      Después de los postres, la mujer fatal tarda una hora y media en irse a la cama con el hombre con el que se ha citado. El hombre irresistible tarda tres en irse a la cama con su acompañante. Ambos se descubren haciéndolo con tanta torpeza que se emocionan. ¡Qué pasividad! ¡Qué impericia! ¡Cuánta ansiedad! ¡Cuánta impaciencia! Les queda por recorrer un camino muy largo antes de llegar con los nuevos amantes a la perfección a la cual han dicho adiós esta tarde, con un café.












LA DIVINA PROVIDENCIA



      El erudito que, de manera paciente y ordenada, ha dedicado cincuenta de sus sesenta y ocho años de vida a escribir la Gran Obra (de la que hasta el momento tiene a punto setenta y dos volúmenes) se da cuenta, una mañana, de que la tinta de las letras de las primeras páginas del primer volumen está empezando a desaparecer. El negro pierde intensidad y se vuelve grisáceo. Como ha adquirido la costumbre de repasar a menudo todos los volúmenes escritos hasta el momento, cuando se percata de la desgracia sólo se han estropeado las dos primeras páginas, las primeras que escribió hace cincuenta años. Y además, en la segunda página las letras de las líneas inferiores todavía son un poco legibles. Se apresura a rehacer una por una las letras borradas. Con tinta china y paciencia sigue el trazo hasta rehacer palabras, líneas y párrafos. Pero cuando termina advierte que ahora también han desaparecido las palabras de las últimas líneas de la página 2 y toda la página 3 (que cuando inició la reparación estaban unas en buen estado y otras en estado relativamente bueno). Esto le confirma que la enfermedad es progresiva.
      Hace cincuenta años, cuando decidió consagrar su vida a escribir la Gran Obra, el erudito ya era consciente de que debería prescindir de toda actividad que le robase aunque sólo fuera un poco de tiempo, de que debía vivir célibe y sin televisor. La Gran Obra sería realmente tan Grande que no podría perder ni un minuto en nada de los que pudiera privarse. Y de hecho se podía privar de todo menos de la Gran Obra. Por eso mismo decidió no perder ni un minuto buscando editor. El futuro se lo encontraría. Tan seguro estaba de la validez de lo que se había propuesto, que sabía que, indefectiblemente, cuando alguien descubriese los volúmenes mecanografiados de la Gran Obra, uno al lado del otro en los estantes del pasillo de su casa, el primer editor que tuviera noticia (fuera quien fuese) enseguida comprendería la importancia de lo que tenía ante sí. Pero si ahora se le borran las letras, ¿qué va a quedar de la Gran Obra?
      La degradación no para. En cuanto ha rehecho las tres primeras páginas, descubre que también desaparecen las letras de las páginas 4, 5 y 6. Cuando ha rehecho las de las páginas 4, 5 y 6, se encuentra con que se han borrado completamente las de las 7, 8, 9 y 10. Rehechas la 7, 8, 9 y 10, ve que se le han borrado desde la 11 hasta la 27.
      No puede perder tiempo intentando averiguar por qué se le borran las letras. Se apresura a rehacer el primer volumen (los primeros volúmenes: pronto observa que la degradación afecta asimismo a los volúmenes segundo y tercero) y advierte que el tiempo que dedica a esto le impide continuar con la redacción de los últimos volúmenes. Y sin el colofón que debe de dar sentido magnífico a los volúmenes ya escritos, los cincuenta años de dedicación no habrán servido de nada. Los volúmenes iniciales no son sino el andamiaje, necesario para situar las cosas en su lugar pero no esencial, sobre el cual ahora debe construir las propuestas auténticamente innovadoras: las de los últimos volúmenes. Sin éstas, la Gran Obra no será nunca una Gran Obra. De ahí la duda: ¿no es preferible quizá dejar que los primeros volúmenes se vayan borrando, no perder tiempo en rehacerlos? ¿No es mejor aplicarse a luchar contra el tiempo y acabar de una vez los últimos volúmenes (¿cuántos faltan exactamente: seis, siete?) para culminar así la Gran Obra, aun a riesgo de que algunos de los primeros volúmenes se borren para siempre? De los setenta y dos que ha escrito hasta ahora, bien puede aceptar la pérdida de los siete u ocho primeros, que, aunque le permitieron tomar impulso, no aportan nada esencialmente nuevo. Sin embargo, he aquí otra duda: cuando haya puesto el punto final, ¿se habrán borrado solamente los siete u ocho primeros volúmenes? Decidido a no perder ni un minuto, se sumerge en el trabajo. Muy pronto se detiene. ¿Cómo no se ha dado cuenta hasta ahora de que, si él muere y ese alguien debe descubrir la Gran Obra y presentársela a un editor tarda demasiado en descubrirla, los volúmenes estropeados no serán sólo siete u ocho sino todos? ¿Qué hacer, entonces: interrumpirse y empezar a buscar editor ahora mismo para evitar ese peligro, por mucho que sin los volúmenes finales resulte imposible demostrarle que lo que se trate entre manos es de auténtica importancia? Pero, si dedica esfuerzo y tiempo a buscar editor, no podrá dedicar el tiempo necesario a rehacer los volúmenes a medida que se vayan estropeando ni podrá dedicarse a escribir los volúmenes finales. ¿Qué debe hacer? Se angustia. ¿Es posible que toda una vida de trabajo haya sido en vano? Lo es. ¿De qué han servido tantos esfuerzos, la dedicación exclusiva, el celibato, los sacrificios? Le parece una burla gigantesca. Siente nacer el odio dentro de él: odio a sí mismo por haber malgastado la vida. Y no poder recuperar el tiempo perdido no le da tanto pánico como la certeza de que a estas alturas no estará a tiempo de saber cómo aprovechar el que le queda.







Quim Monzó. “El porqué de las cosas”. Editorial Anagrama (décima edición, septiembre 2001).




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