Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 11 de octubre de 2015

John Fante.



Fragmentos:




      Se fueron a dormir. Yo tenía el sofá y ellas el dormitorio. Cuando cerraron la puerta, saqué las revistas y las puse encima del sofá. Estaba contento porque podía mirar a las chicas con la luz de la habitación grande. Era mucho mejor que aquel ropero maloliente. Les hablé cerca de una hora, fui a la montaña con Elaine y a los Mares del Sur con Rosa y, finalmente, reunidos en asamblea colectiva y rodeado por todas, les dije que no prefería a ninguna y que todas tendrían su oportunidad cuando les llegara el turno. Pero al poco rato ya me aburría soberanamente, tenía la creciente sensación de estar haciendo el imbécil, hasta que empecé a detestar el hecho de que fueran sólo fotos, planas y unidimensionales, lo mismo que el color y la sonrisa. Y todas sonreían como unas guarras. Todo se me volvió detestable, y pensé: ¡Mírate! Sentado ahí y hablando con un puñado de rameras. ¡Valiente superhombre estás hecho!

***




      Una mañana desperté con una idea. Una buena idea, grande como una casa. La idea más grande que había tenido, una obra maestra. Trabajaría de recepcionista nocturno en un hotel..., ésa era la idea. Me permitiría leer y trabajar al mismo tiempo. Salté de la cama, engullí el desayuno y bajé los escalones de seis en seis. Una vez en la acera, me detuve un momento a meditar la idea. El sol calcinaba la calle y me despejó quemándome los ojos. Curioso. Ahora que estaba totalmente despierto la idea no me parecía tan buena, una de esas que se nos ocurren adormilados. Un sueño, un simple sueño, una trivialidad. No podía trabajar de recepcionista nocturno en aquel municipio portuario por la sencilla razón de que ningún hotel del municipio tenía recepcionistas nocturnos. Una deducción matemática y bastante sencilla. Volví a casa y me senté.

***





      Dormido o despierto, daba lo mismo, detestaba la fábrica de conservas y siempre olía a desperdicios. Nunca me abandonaba aquella peste a caballo muerto en la cuneta. Me seguía por las calles. Entraba conmigo en los edificios.
Cuando me acostaba por la noche, allí estaba, como una manta, cubriéndome por entero. Y en mis sueños había pescado pescado pescado, caballas nadando en una charca negra, y yo estaba atado a un palo y me bajaban hasta meterme en la charca. Lo tenía en la comida y en la ropa, incluso en el cepillo de dientes. A Mona y a mi madre les pasaba lo mismo. Al final era tan desagradable que incluso comíamos carne el viernes. Mi madre no soportaba el pescado, aunque fuera pecado no comerlo los viernes.

***








      Pero recuerdo a una mujer en un yate. Estaba a doscientos metros. A semejante distancia no podía verle la cara. Sólo que se movía con sencillez por la cubierta, como una reina pirata con un flamante bañador blanco. Paseaba por la cubierta de un yate que se estiraba como un gato desperezándose en el agua azul. Era sólo un recuerdo, una impresión recibida estando junto al vertedor de latas, mirando por la puerta. Sólo un recuerdo, pero enamoré de ella, la primera mujer de carne y hueso que amaba en mi vida. De vez en cuando se detenía en la borda para mirar el mar. Luego reanudaba el paseo moviendo adelante y atrás sus muslos de lujo. En cierta ocasión se volvió y se quedó mirando la fábrica de conservas. La estuvo mirando unos minutos. No podía verme, pero miraba directamente hacia donde yo estaba. En aquel momento me enamoré de ella. Tenía que ser amor, aunque también podía ser su bañador blanco. Lo enfoqué desde todos los puntos de vista y al final admití que era amor. Después de mirarme, se volvió y siguió paseando. Estoy enamorado, me dije. ¡Así que esto es el amor! Pensé en ella todo el día. Al día siguiente el yate se había ido. Me preguntaba por ella y, aunque en ningún momento me pareció importante, estaba convencido que estaba enamorado. Al cabo de un tiempo dejé de pensar en ella, se convirtió en recuerdo, un mero recuerdo para matar las horas en vertedor de latas. Pero la había amado; ella nunca me vio y yo nunca le vi la cara, pero había sido amor a pesar de todo.

***



      Me puse a escribir otra vez. El lápiz corría por la página. La página se llenó. Le di la vuelta. El lápiz siguió su trayecto. Otra página. De arriba abajo. Las páginas se amontonaron. Por la ventana entraba la niebla, tímida y fría. Pronto se llenó la habitación. Seguí escribiendo. Página once. Página doce.
Levanté la vista. Era de día. La niebla invadía la habitación. La estufa estaba apagada. Tenía las manos entumecidas. En el dedo en que se apoyaba el lápiz me había salido una ampolla. Me picaban los ojos. Me dolía la espalda. Apenas podía moverme a causa del frío. Pero nunca me había sentido mejor.









John Fante. “Camino de Los Ángeles”. 2015, Anagrama.





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