Frente al silencio.

Frente al silencio.

lunes, 22 de junio de 2015

Paul Auster (II)



El libro de la memoria




Fragmentos:




A. tuvo una visión que lo ha acompañado desde entonces: cada eyaculación contiene miles de millones de espermatozoides o más o menos la cantidad equivalente al número de habitantes del planeta y eso significa que cada hombre guarda en sí mismo el potencial de un mundo entero. Y en lo que ocurriría, si esto pudiera ocurrir, se encuentra toda la gama de posibilidades: las semillas de idiotas y genios, de bellos y deformados, de santos, catatónicos, ladrones, corredores de bolsa y equilibristas. Cada hombre, por lo tanto, es un mundo entero y alberga en sus propios genes un decálogo de toda la humanidad. O, como dice Leibniz: << cada sustancia viva es un perpetuo espejo viviente del universo>>. Pues el hecho es que estamos formados por la misma materia que surgió de la primera explosión, de la primera chispa en el vacío infinito del espacio.

***




      A principios del verano de 1980, poco después de que su hijo cumpliera tres años, A. y el pequeño pasaron una semana juntos en el campo, en casa de unos amigos que se habían marchado de vacaciones. A. descubrió que en un cine local proyectaban Superman y decidió llevar al pequeño, confiado en la posibilidad de que éste no se aburriera y pudiera verla hasta el final. En la primera mitad de la película, el pequeño estuvo tranquilo, comiendo palomitas y murmurando sus preguntas a A., tal como éste le había indicado, y sin asombrarse demasiado ante los planetas que explotaban, las naves espaciales y espacio exterior. Pero de repente ocurrió algo, Superman comenzó a volar y automáticamente el niño perdió la compostura. Se quedó boquiabierto, se puso de pie sobre el asiento, y se le cayeron las palomitas.
      ―¡Mira! ¡Mira! ¡Está volando! gritó señalando la pantalla.
      Durante el resto de la película, el pequeño estuvo fuera de sí, la cara tensa de miedo y fascinación, haciendo una pregunta tras detrás de otra, intentando asimilar lo que veía, maravillándose, intentando asimilarlo otra vez, maravillándose de nuevo. Casi al final, la película se volvió demasiado para él.
      ―Demasiado ruido dijo.
      Su padre le preguntó si quería que se marcharan y contestó que sí. A. lo cogió en brazos y salieron fuera del cine, para encontrarse con una gran tormenta de granizo.
      ―Hoy estamos viviendo una gran aventura, ¿verdad? dijo el pequeño mientras corría hacia el coche, moviéndose arriba y abajo en los brazos de A.
      Durante el resto del verano, Superman fue su ídolo, el principio unificador de su vida. Se negaba a usar cualquier camiseta que no fuera azul con la S adelante. Se negaba a salir sin una capa que le había confeccionado su madre; corría por la calle con los brazos extendidos al frente, como si volara, y sólo se detenía para anunciar: <<¡Soy Superman!>> al primer transeúnte de menos de diez años que pasara. A A, todo esto le divertía, pues recordaba ese tipo de conducta en su propia infancia. No era esta obsesión lo que le inquietaba, ni tampoco la coincidencia de conocer a los hombres que habían producido la película; era otra cosa: cada vez que veía a su hijo imitando a Superman no podía evitar pensar en S. , como si incluso la S de la camiseta del niño no hiciera refencia a Superman sino a su amigo. Le intrigaba aquella pequeña jugarreta de su mente, ese constante deambular de una idea a otra, como si cada cosa real tuviera un doble, tan vivo en su mente como la cosa que tenía ante los ojos, de modo que al final no podía distinguir el objeto de su sombra. Y por eso sentía, cada vez con más frecuencia, que su vida no sucedía en el presente.

***








      A. vio a Ponge por segunda vez en 1969 (o tal vez 1968 o 1970) en una fiesta en honor del poeta, organizada por G., un catedrático de la Universidad de Barnard, que había estado traduciendo su trabajo. Cuando A. estrechó la mano de Ponge, se presentó diciendo que aunque tal vez no lo recordara, se habían conocido varios años antes en Nueva York. Ponge le respondió que recordaba muy bien aquella noche y luego pasó a hablarle del piso donde había tenido lugar la cena, describiéndole hasta el más mínimo detalle, desde la vista que se contemplaba por las ventanas, al color del sofá y la disposición de los muebles en las distintas habitaciones. El hecho de que aquel hombre recordara con tal precisión objetos que sólo había visto una vez y que no habían significado nada en su vida más que por un breve instante, a A. le impresionó como algo sobre natural. Advirtió que Ponge no hacía diferencias entre el acto de escribir y el acto de ver. Es imposible escribir algo que no se haya visto previamente, pues antes de que una palabra pueda llegar a la página, tiene que haber formado parte del cuerpo, tiene que haber sido una presencia física con la que uno haya convivido, igual que convive con el corazón, el estómago y el cerebro. La memoria, entonces, no tanto como el pasado contenido dentro de nosotros, sino como prueba de nuestra vida en el momento actual. Para un hombre que esté verdaderamente presente entre lo que le rodea, no debe pensar en sí mismo sino en lo que ve. Para poder estar allí, debe olvidarse de sí mismo. Y de ese olvido surge el poder de la memoria. Es una forma de vivir la vida en que nunca se pierde nada.







Paul Auster. “La invención de la soledad”. Editorial Anagrama, 1994.



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