Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 10 de junio de 2015

John Fante.





Fragmentos:



      Cerré la puerta lloriqueante y me quedé en la escalinata, la niebla semejante a un animal blanco e inmenso que lo cubriera todo, la Plaza semejante al ayuntamiento de mi pueblo, prisionera de un silencio níveo. Pero los ruidos se propagaban con rapidez y claridad a través del letargo y el que oía era el taconeo de una zapatos de mujer. Apareció una joven. Llevaba un abrigo viejo y verde y las facciones se le perfilaban bajo la bufanda roja anudada bajo la barbilla. En la escalinata se encontraba Bandini. (…)

***



      Daban asco aquellas naranjas. Ya sentado en la cama, hundí las uñas en la fina corteza. La carne me temblaba, se me hacía agua la boca y la vista se me nublaba sólo de pensar en ellas. Cuando mordí la pulpa amarillenta, me sentó igual que una ducha fría. Oh Bandini, dirigiéndome al reflejo del espejo de la cómoda, ¡cuántos sacrificios por el arte! Habrías podido ser un rey de la industria, un príncipe del comercio, un gran jugador de béisbol de primera división, el bateador de la Liga Americana, con una media de 415, ¡¡pero no!! Hete aquí viviendo como un gusano día tras día, genio del hambre, fiel a una vocación sagrada. ¡Tu valentía es envidiable! (…)

***


      Se sentó a mis pies, con las manos en mis rodillas, mirándome con ojos voraces, con unos ojos tremendos y tan grandes que habría podido perderme en ellos. Iba vestida igual que cuando la vi por primera vez, con la misma ropa, y la habitación tenía un aspecto tan desolado que me di cuenta de que no tenía otra, aunque me había presentado sin darle tiempo para empolvarse ni pintarse los labios y estaba en situación de advertir el mapa que la vejez le había dibujado bajo los ojos y en los pómulos. Me extrañaba no haber advertido estos detalles la noche aquélla y entonces recordé que no se me habían escapado en absoluto, que los había visto por entre el carmín y el colorete, pero habían acabado por desaparecer después de dos días de sueños nocturnos y diurnos, y ahora estaba allí y sabía que no tenía que haber ido. (…)

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      Al final de la fila de tenderetes comenzaba la arena hasta la playa. Había dunas al otro lado. Anduve por la arena hasta donde las dunas ocultaban el paseo de tablas. Necesitaba reflexionar sobre lo ocurrido. No me arrodillé; me senté y contemplé las olas que devoraban la orilla. Mal están las cosas, Arturo. Has leído a Nietzsche, has leído a Voltaire, tendrías que saber más que nadie a estas alturas. Pero pensar no serviría de nada. Podría salir del apuro con ayuda de la razón, pero la razón no era la sangre. Y era la sangre que me mantenía con vida, era la sangre que me circulaba por las venas quien me decía que la razón no tenía razón. De modo que me sumergí en mi propia sangre, dejé que me arrastrase y me remontara al piélago profundo de mis orígenes. (…)

***


      Pasaron los días, llegaron las lluvias de invierno. Octubre tocaba a su fin cuando recibí las pruebas de imprenta de mi libro. Me compré un coche, un Ford de 1929. No tenía capota, pero corría como el viento, y cuando llegaron los días de cielo despejado emprendí viajes largos, siguiendo la línea azul de la costa, a Ventura y Santa Bárbara por el norte, a San Clemente y San Diego por el sur, siguiendo la raya blanca del asfalto, bajo las estrellas acechantes, con el pie apoyado en la consola de mandos, con la cabeza llena de proyectos para escribir otro libro, una noche, y otra, y otra, noches todas que en conjunto me proporcionaron una serie de días delirantes y visionarios como nunca había conocido, días serenos cuyo sentido temía cuestionarme. Patrullaba por la ciudad con el Ford: encontraba callejones misteriosos, árboles solitarios, casas antiguas y medio derruidas que procedían de un pasado desaparecido. Vivía en el Ford día y noche y no me detenía más que el tiempo necesario para pedir una hamburguesa y un café en desconocidos restaurantes de carretera. Aquello era vivir, dejarse llevar y detenerse para proseguir inmediatamente después, siguiendo siempre la raya blanca que corría paralela a la accidentada costa, descansar un momento al volante, encender otro cigarrillo y observar como un tonto el cielo abrumador del desierto para preguntarse por el significado de las cosas. (…)






John Fante. “Pregúntale al polvo”. 2001, Anagrama.



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