Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 4 de noviembre de 2014

Edgar Allan Poe.



El corazón delator.




¡Es verdad! Nervioso, muy, muy nervioso, lo he sido y lo soy; pero ¿por qué dirán que estoy loco? El mal ha agudizado mis sentidos, no los ha destruido ni los ha entorpecido. Sobre todo tenía un oído muy fino. Oía todas las cosas del cielo y de la tierra, y además muchas del infierno. Así que ¿cómo voy a estar loco? Atiendan y observen con qué cordura, con qué tranquilidad les puedo contar toda la historia.

Me es imposible decir cómo se me metió por primera vez la idea en la cabeza; pero, una vez dentro, me obsesionaba día y noche. ¿Propósito? Ninguno. ¿Pasión? Descartada. Yo quería al viejo. Nunca me había hecho daño. Nunca me había insultado. Su oro no me atraía. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía el ojo de un buitre, un ojo azul pálido, velado con una membrana. Cada vez que me echaba la vista encima se me helaba la sangre; y así poco a poco —muy paulatinamente— fui tomando la decisión de matar al viejo y con ello librarme del ojo para siempre.

Ahora, fíjense en esto. Ustedes se empeñan en decir que estoy loco. Los locos no saben nada, pero tenían que haberme visto a . Tenían que haber visto con qué cordura procedí, ¡con qué cautela, con qué previsión, con qué disimulo puse manos a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana entera antes de matarlo. Y cada noche, a eso de las doce, hacía girar el picaporte de su puerta y la abría ¡tan despacito! Y luego, cuando la abertura era lo suficientemente grande como para que me cupiera la cabeza, introducía una linterna sorda, cerrada, cerradísima para que no saliera ninguna luz, y luego metía la cabeza. ¡Oh, se hubieran reído al ver con qué habilidad la metía! La movía despacio, muy, muy despacio, para no turbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora meter toda la cabeza por la abertura hasta conseguir verlo echado en la cama. ¿Qué? ¿Un loco hubiera sido capaz de esto? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente —eso sí, con toda cautela (porque las bisagras crujían)—, y la abría justo para que un solo rayito de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y así lo hice durante siete largas noches —cada noche exactamente a las doce—, pero siempre encontré el cerrado; y por eso me era imposible realizar mi tarea, porque no era el viejo lo que me irritaba, sino su ojo malvado. Y cada mañana, al amanecer, me iba descaradamente a su cuarto y le hablaba tan tranquilo, llamándolo por su nombre en tono cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes, tenía que haber sido en verdad un viejo muy astuto para sospechar que cada noche, justo a las doce, le contemplaba mientras él dormía.

La octava noche procedí con más cautela que nunca al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás hasta aquella noche llegué a sentir el alcance de mi propio poder, de mi sagacidad. Apenas podía dominar mi sensación de triunfo. ¡Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él ni siquiera imaginaba mis actos ni pensamientos más recónditos! Casi tuve que reírme entre dientes al pensarlo; y tal vez me oyera, porque de repente se movió en la cama como si se sobresaltase. ¿Y creen ustedes que me eché atrás? Pues no. Su cuarto estaba tan negro como un pozo, con una densa oscuridad (porque las contraventanas estaban bien cerradas por miedo a los ladrones), y por eso yo sabia que no podía ver la abertura de la puerta y seguí empujándola, empujándola sin cesar.

Ya tenía la cabeza dentro y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico, y el viejo pegó un salto en la cama gritando:

—¿Quién está ahí?

Me quedé muy quieto sin decir nada. Toda una hora estuve sin mover un solo músculo y durante ese tiempo no le oí tumbarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando igual que he hecho yo noche tras noche, escuchando en la pared la carcoma de la muerte.

Al rato oí un leve gemido, y me percaté de que era el gemido de un terror mortal. No era un gemido de dolor ni pena —ya lo creo que no—, era el sonido sofocado que surge del fondo del alma cuando la oprime un temor reverencial. Conocía bien ese sonido. Muchas noches, exactamente a medianoche, cuando todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, ahondando con su horrible eco los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía, y le compadecía, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Sabía que él había estado despierto desde que oyó el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Desde entonces el miedo le embargaba cada vez con más fuerza. Intentaba inútilmente convencerse de que era infundado; había estado diciéndose: << No es más que el viento en la chimenea, es sólo un ratón que corre por el suelo>>, o << es simplemente un grillo que chirrió una sola vez>>. Sí, había estado tratando de animarse con estas suposiciones, pero se dio cuenta de que todo era en vano. Todo era en vano; porque la muerte se le acercaba acechándole con su negra sombra y envolvía a su víctima. Y fue la fúnebre influencia de la invisible sombra lo que le hizo sentir —porque ni la vio ni la oyó—, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.

Luego de esperar un rato, con mucha paciencia, sin oír que volviese a acostarse, decidí abrir la ranura —pequeña, pequeñísima— en la linterna. Así la abrí —no pueden imaginarse con cuantísimo cuidado— hasta que por fin un rayo muy tenue, como un hilo de araña, salió de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto —muy, muy abierto— y me puse furioso mientras lo observaba. Lo vi con perfecta claridad todo un azul apagado, con una horrible membrana que me helaba la sangre en las venas; pero no acerté a ver el resto de la cara ni del cuerpo del viejo; porque había dirigido el rayo, como por instinto, precisamente sobre ese maldito punto.

¿Y no les he dicho ya que lo que ustedes toman equivocadamente por locura no es más que una exagerada agudeza de los sentidos? Pues resulta que me llegó a los oídos un sonido bajo, sordo y rápido como el que hace un reloj envuelto en un trapo. De sobra conocía aquel sonido también. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, como el redoblar de los tambores estimula el valor del soldado.

Pero aun entonces me contuve y permanecí inmóvil, casi sin respirar. Mantenía quieta la linterna. Intentaba mantener el rayo lo más fijo posible sobre el ojo. Mientras tanto, el infernal tamborilear del corazón aumentaba. Se hacía cada vez más rápido, más fuerte por momentos. ¡El terror del viejo tuvo que haber sido enorme! Les digo que cada vez se oía más fuerte. ¿Se enteran? Ya les he dicho que soy nervioso; y es que lo soy. Así que en esa hora siniestra de la noche, en el horrible silencio de aquella vieja casa, un ruido tan extraño como aquel me llenó de un terror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos más y me quedé inmóvil. ¡Pero los latidos se oían cada vez más fuertes, más fuertes! Pensé que el corazón iba a estallar. Y entonces una nueva ansiedad se apoderó de mí: ¡algún vecino podía oír aquel sonido! ¡Al viejo le había llegado su hora! Con un fuerte alarido abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él pegó un grito..., sólo uno. En un momento lo tiré al suelo y le eché la pesada cama encima. Entonces sonreí alegremente, al ver que ya iba tan adelantado. Pero, durante muchos minutos, el corazón siguió latiendo con un ruido ahogado. Esto, sin embargo, no me irritaba; no podría oírse a través de la pared. Por fin cesó. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Puse mi mano sobre su corazón y la mantuve allí varios minutos. No había ninguna pulsación. Estaba completamente muerto. Su ojo ya no molestaría más.

Si ustedes aún creen que estoy loco, cambiarán de opinión en cuanto les describa las sabias precauciones que adopté para esconder el cuerpo. La noche avanzaba y yo actuaba rápidamente, pero en silencio. Primero, despedacé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.

Luego levanté tres tablas del suelo de la habitación y deposité los restos en el hueco. Volví a colocar las tablas con tanta habilidad, con tanta astucia, que ningún ojo humano —ni siquiera el suyo— hubiera podido descubrir el menor error. No había nada que lavar —ningún tipo de mancha—, ni rastro de sangre. Buen cuidado había tenido yo de ello: lo había puesto todo en una tina...¡ja, ja!

Cuando hube terminado todas estas faenas ya eran las cuatro, pero seguía tan oscuro como a medianoche. Al oírse las campanadas de la hora, llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir tan tranquilo, pues ¿qué podía temer ya? Entraron tres hombres y se presentaron, muy cortésmente, como agentes de policía. Durante la noche, un vecino había oído un grito; se despertaron sospechas de algún delito; presentaron una denuncia en la comisaría y los enviaron a ellos para registrar el lugar.

Sonreí, pues ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los caballeros. El grito, les dije, fui yo, soñando. Les conté que el viejo estaba fuera, en el campo. Acompañé a mis visitantes por toda la casa. Les rogué que registraran a fondo. Y acabé llevándolos a su cuarto. Les mostré sus tesoros, intactos, cada uno en su lugar. Entusiasmado al sentirme tan seguro, traje sillas al cuarto y les pedí que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la alocada audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el mismísimo lugar bajo el cual reposaba el cadáver de la víctima.

Los agentes se mostraban satisfechos. Mi actitud les había convencido. Me encontraba especialmente tranquilo. Se sentaron y charlaban de cosas corrientes, mientras yo les contestaba con alegría. Pero al poco rato sentí que empezaba a ponerme pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y tenía como un zumbido en los oídos; pero ellos seguían allí sentados y charlando. El zumbido se hizo más claro, seguía oyéndolo, sólo que más claro aún; yo hablaba sin parar para acallar esa sensación; pero el zumbido continuaba, cada vez con mayor precisión, hasta que, por fin, descubrí que el ruido no estaba dentro de mis oídos.

Sin duda me puse muy pálido entonces, pero seguí hablando con mucha labia y en voz bien alta. Sin embargo, el sonido aumentaba...¿y yo qué iba a hacer? Era un sonido bajo, sordo, rápido..., semejante al sonido de un reloj envuelto en un trapo. Yo me ahogaba y, sin embargo, los agentes no oían nada. Hablaba más deprisa, con más vehemencia, pero el ruido seguía creciendo. Me levanté y me puse a discutir sobre trivialidades en un tono estridente y con gestos violentos; pero el ruido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía yo hacer? ¡Echaba espuma por la boca, deliraba, maldecía! Agarré la silla en la que había estado sentado y la arrastré por las tablas del suelo, pero el ruido se oía por encima de los demás y seguía creciendo. Se hizo más fuerte..., más fuerte..., fortísimo. Y los hombres seguían charlando tan tranquilos y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Santo cielo! ¡No, no! ¡Lo oían, lo sospechaban, lo sabían! ¡Estaban burlándose de mi horror! Eso creí y eso creo aún. ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡ No podía soportar más aquellas sonrisas hipócritas! Me di cuenta de que o me ponía a gritar o me moría, y entonces —otra vez—, ¡escúchenlo, más fuerte, más fuerte, fortísimo!

—¡Malvados! —grité—. ¡Basta ya de disimular! ¡Admito los hechos! ¡Levanten las tablas! ¡Aquí...aquí! ¡Es el latir de su horrible corazón!




Edgar Allan Poe. “El gato negro y otros cuentos”. 2004, El País aventuras.







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